sábado, 5 de enero de 2013

La manzana de Eva

El día ya se hacía noche, la luz de la calle ya no era natural, las pistas estaban frías y lúgubres. Pero era mi mejor momento del día, aunque para la abuela Martina debería ser el peor de todos. Yo le hacía creer lo mismo para que me diera la oportunidad de vivir ese momento. Éramos solo Godard y yo. Godard era mi perro, un gran perro negro con músculos hasta en las uñas, con ladridos que invitan a la sumisión y con la postura de un leopardo a punto de atacar a un débil cervatillo. Aunque luchaba con él para mantenerlo quieto, era un momento de libertad, estábamos la noche, el viento, mi perro, mis pensamiento y mis sentimientos. Esas caminatas me ayudaban a pensar en todo mi día y en mis escasos 15 años de vida y de lo cruel que había sido conmigo la vida en esos últimos 15 años. Me gustaba pensar en los amigos de la escuela, en las peleas de la escuela, en las peleas del barrio, en las peleas con Martina, mi cabeza se llenaba de pensamientos, dudas y respuestas. Pero el pensamiento más colorido y rico era el de ella, no había nadie más, mi perro podría estar devorándose a un niño si quisiera, pero la muchachita aquella me traía embobado. Su nombre era tan corto como los instantes que podía gozar de su presencia, tan corto como mis posibilidades, ella llenaba mis ojos y los vaciaba cuando se iba: Eva, así de simple. Ni si quiera sabía en dónde carajo vivía, me molestaba no saber mucho de ella, me jodía pensar que otro muchacho estaba en su vida, me entusiasmaba creer que la suerte algún día se cruzaría en mi camino y en el de ella.

Eva tenía el cabello lacio, los ojos un poco grandes y negros pero de esos sensuales, sus labios eran carnosos que parecían contener un sabor excitante, y sus piernas eran dos robles tallados por los mejores ebanistas de la historia. Ella lo era todo. Pero era un todo sin nada, porque  era imposible conocerla, ella apenas tenía 14 - aunque no lo pareciera-. Mi maldita escuela era solo para hombres y la de ella para mujeres. Solo la veía los domingos en que yo fingía ir a la iglesia solo para verla en la primera fila rezándole a quien sabe quien.

Una de aquellas noches en la que Martina pensaba que me daba el castigo merecido por haber roto un florero de la tía Pancha con un balón de fútbol, me envió a la calle. Mi cita con Godard, la calle y la noche estaba ya pactada por mi abuela. Él estaba más feliz que nunca pero siempre sin perder su postura dominante. Esa noche la naturaleza me sorprendió, había una neblina tenue, pero mientras más avanzaba más espesa se hacía, apenas podía ver la cadena entre mis manos, el trasero de Godard y el sonido de sus garras rastrillar el piso. La neblina me había hecho perder la orientación, ya no sabía si estaba lejos o cerca de casa, intente avanzar lentamente paso a paso, era como estar buceando en un mar de leche. Godard iba como guiándome, pero de repente mis piernas chocaron con su trasero que parecía un mármol, no sabía por qué se había detenido; me agaché para observarlo y vi que tenía las orejas hacía arriba, el pecho hacía delante, las pupilas dilatadas mientras  olfateaba el viento. Era mi peor posición en esos momentos. De la nada dio un brinco hacia delante, luego otro más y otro más cada vez más rápido. Me cogió mal posicionado. Empezó a correr como si tuviera unas cuentas pendientes que solucionar. La cadena se estiró más de lo normal y cuando ya no se pudo más mi cuerpo venía detrás de él. Ahí estaba yo, siendo arrastrado por mi perro. ¡Carajo! ¡Godard! ¡Para! No podía más, ni un ¡PUTA MADRE! Lo detuvo. Solté la cadena. Y casi como impulsado por la tierra intenté correr detrás de él. Pero lo perdí entre ese mar de leche. Era un hijo de perra pero no podía dejarlo ir. Cuando el sonido de su cadena dejó de guiarme frené extenuado y con las manos sosteniendo mi cuerpo sobre mis rodillas. Trataba de tomar un poco de aire solo para empezar una vez más con mis ladridos: ¡Godard! ¡Ven acá!, ¡Godard!. Nada.

Empecé a trotar sin algo de esperanza, la neblina ya se iba diluyendo, pero la oscuridad seguía imponente como ella solo sabe estarlo. De repente, oí unos ladridos y una cadena que azotaba el suelo. Tenía que ser él. Pero no sabía hacia dónde correr, entonces decidí concentrarme así como cuando pasaba minutos pensando en Eva. No sabía si el ladrido venía  de la derecha, la izquierda o del infierno.  Luego un grito agudo me ayudó a decidirme: ¡auxilio! Era para la derecha. Mientras corría pude sentir a Godard, su cadena, y el grito de una niña. El ambiente estaba más claro, pero no pude reconocer el lugar en donde me encontraba. Luego un ¡auxilio por favor! Hizo girar mi mirada. Era la peor imagen que pudo haber pasado por mi mente, la peor coincidencia de mi vida: Godard gruñendo y ladrando a un niña, pero no era cualquier niña, era Eva. La tenía justo ahí, arrinconada con los ojos llorosos, su cabello lacio tirado hacia atrás, los labios temblorosos, y el cuerpo contraído, en una mano traía un pequeño cachorro, en la otra una manzana a medio comer. Él había hecho lo que yo no pude: someterla y arrinconarla. ¡Carajo! Mi propio perro me ha traicionado.

Salté, cogí la cadena y empecé a jalonear. Ella gritaba, él no dejaba de ladrar, entonces ella pareció darse cuenta que Gordad no iba por ella, tampoco por el cachorro, sino por la manzana. Yo había olvidado que de cachorro pasé muchos meses dándole mis manzanas –yo las detestaba-. ¡Lánzalo¡ le grite. Eva me entendió, y carajo sí que lo hizo. Solté la cadena y él fue detrás de ella. Me acerqué a Eva, estaba solloza. Tenía el rostro pálido, pero aún así seguía manteniendo su belleza única. Le pedí perdón. No las quiso recibir. Me acerqué un poco más, ella se agitaba como si hubiera esquivado la muerte. Me atreví a coger la mano que ya tenía libre. ¿Eva verdad? –pregunté-. Tú quién eres. No importa –respondí con algo de ternura-, ¿estás mejor? –repliqué-. Sí, sí – dijo algo angustiada-. Cuando Godard apareció detrás de mí un grito la hizo saltar hacía mi. Me estaba abrazando por la puta madre, ¡lo estaba haciendo! Ella intentaba esconderse entre mi pecho. Yo mire a Gordard y cuando iba a ponerme a defenderla de un supuesto gran ataque me di cuenta que él venía con una pasividad que poco le conocía. Entonces recordé que de cachorro le daba miles de manzanas hasta que se acostumbro a comerlas y luego dormir. Godard estaba satisfecho y lo único que quería era eso: dormir. Le expliqué todo a Eva, pero eso me costo que dejase de abrazarme. Qué idiota fui.

A los minutos ella estaba tranquila y brillante como siempre. Le pregunté si sabía en dónde estábamos. Me dijo que sí y me explicó cómo llegar a casa. Pero era mi oportunidad, así que me ofrecí a acompañarla a la suya. Mientras caminábamos la llene de halagos indirectos, ella solo atinaba a lanzar pequeñas risas y a esquivar mi mirada. Godard iba a mi izquierda y ella a mi derecha y a su derecha Droopy, su pequeño cachorro. No sabía que ella vivía en unas calles escondidas cerca a mi barrio. Cuando llegamos nos despedimos en su puerta y acordamos en salir a caminar con nuestras mascotas cada lunes, jueves y domingos luego de misa. Me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla. Fueron los segundos más excitantes de mis cortos 15 años, su humor eran transmisores de dulzura y de encanto. Nunca olvidaré ese olor, ni ese beso. Habrían otras pero nunca como la primera. Cuando llegué a casa Godard estaba muy cansado. Lo deje en su cama y me fui a la mía. Sentado en mi cama me prometí algo que nunca olvidaré: pedir manzanas a mi madre del mercado. Pero lo más importante: romper más floreros, patear el balón de fútbol por toda la casa y ser un jovenzuelo de mierda cada lunes y jueves pero sin dejar de ir a misa los domingos.    

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