domingo, 1 de diciembre de 2013

Si yo fuera chofer de combi



Todos los días nos subimos… o para acoplar mis palabras a nuestra realidad debería decir “trepamos” a una combi o bus hemos sentido la necesidad de renegar de una forma desmedida. El bochorno, la gente rosándose con, la mezcla de perfumes, el llanto de un bebito; todo esto mucho peor si incluimos a personajes como: la señora que grita por su asiento reservado, el que es amigo del cobrador y te pide que avances a empujones, el tío que siempre pide bajar tirándole puñetazos a la puerta, o los que piensas que zapatear es una fuente de energía para que el carro avance, los que se creen choferes con doctorado, el que reniega por su vuelto de 50 soles, la gorda que te mira feo porque piensa que la estás sobando, y así podríamos hacer una larga lista de personajes insufribles. Pero lo que una vez me acongojo a un extremo tal de melancolía fue un día que subí a un bus conocido como “El Rápido”, y que cada vez que estoy en él y veo que otro bus de la misma línea aparece a su lado automáticamente –por desgracia- mi boca dibuja una sonrisa de extremo a extremo y me digo a mi mismo: bien carajo!, carreritas!.


Recuerdo  que subí y me acomode estratégicamente parado detrás del  asiento del chofer, como para estar resguardado de la muchedumbre que subiría cuadras arriba, y con la música como mejor aliado iba tranquilo, de repente mire el timón del bus luego mi mirada se traslado a la mano derecha del chofer. Me quedé un poco atolondrado: el chofer tenía puesto un vendaje en el pulgar y parte de la mano, al parecer había perdido el dedo pulgar. Pudo haber sido ejerciendo su labor extrema o en algún otro evento fortuito de una vida de chofer.


Mis ideas fueron varias, entonces ahí es cuando entendí las cosas que un chofer de transporte público tiene que vivir día a día esperando que alguien hable de su trabajo o que al menos lo entiendan. En ese momento me pregunté: cómo sería si yo fuera chofer de combi. Definitivamente si me pides que avance cuando la luz aún está en rojo te mandaría al demonio, y si me pides que avance cuando hay un tráiler delante bloqueando la pista te volvería a mandar al demonio. Si piensas que después de ti nadie más subirá, obviamente, volvería a putearte y te diría nuestra típica frase “toma taxi pe’” o “levántate más temprano pe’”. Porque la gente olvida la finalidad de un transporte público: recoger y transportar gente.


Si alguien sube y quiere pagar lo que se le da la gana también te bajaría, si crees que por zapatear o golpear las paredes del carro avanzaré pensaré “qué pobre iluso”. Y para evitar gritos, quejidos y lloriqueos también subiría el volumen de mi rica chicha a todo volumen. La música es la mejor salida, para casi todo. Definitivamente el estrés sería mi primera enfermedad, sin olvidar la intoxicación por humo o el trauma psicológico de ver gente siendo atropellada o asaltada todos los días en las calles. Pero existe un gramo de satisfacción en mi que podría sentir cuando con tus “amiguis” se junten y lancen el comentario: “puta broder, mi carro vino volando”.


En fin, a veces nos cuesta pensar como los demás y solo vemos las cosas desde nuestro lado, pero siempre es bueno darle una mirada a las cosas fuera de nuestro mundo. Hay cosas que vivimos día a día pero sin vivirlas realmente. Disfruten el viaje, y si te interrumpí tu lindo “viaje”, lo siento,  para la próxima simplemente “levántate más temprano pe’” o “toma taxi pe’”. 

martes, 20 de agosto de 2013

Agridulce

La noción del tiempo no tenía espacio en la vida de Delizia porque ella sabía bien que no importaba cuánto faltaba para que termine el día, lo único que le importaba era gozar con todo lo que hacía para ella y para lo demás.


Ella había conocido infinidad de gente de las cuales muchas habían pasado por ella, así es, solo por encima de ella y sacado beneficio de ella. Ya era incontable la cantidad de personas a la que ella había ayudado sin esperar si quiera un intercambio de nombres a cambio, como para guardar un registro emocional en su mente. Pero como los momentos se vivían y se gozaban parece que recordar no era una de las especialidades de Delizia.


Un día cuando ella iba respirando el aire puro del campo de  Ayacucho se topo con otra mujer casi de su misma edad tirada al borde de una acequia. Cuando se acercó vio un cuerpo agitado y magullado, tal vez no era el momento para ser dulce sino el momento de pedir ayuda. Se acercó un poco más, hasta tenerla a sus pies, se agachó y lo ojos de la muchacha se abrieron con la misma intensidad con la que uno se despierta de una pesadilla. Los gritos no se dejaron esperar.


-        ¡Quién eres! – gritó la muchacha.
-          Tranquila, mi nombre es Delizia, dime qué te ha sucedido.
-         No puede ser, ¡eres tú!, de nuevo ¡tú¡

      La muchacha se paró sobre exaltada, el cuerpo al parecer le dejó de doler hasta parecía que había recuperado todas sus fuerzas.

-      Pero si tú no me conoces, pero no te preocupes ya te recuperarás y te sentirás bien, mejor por qué no te sientas mientras yo buscó a alguien para que nos ayude.
-          ¡Claro que te conozco!, eres ¡Delizia!


Los ojos de Delizia se abrieron, no se sabe si de sorpresa o intentando recordar de dónde la conocía. Su registro no pudo ir muy lejos, estaba muy confundida.

- ¡Yo conozco a todo este pueblo 10 años antes que tú!, conozco a tu padre, sí al terruco de tu padre, el que mato al mío por no querer unirse a ellos y querer salvar a mi familia, tu puto padre que me cagó la vida y ahora vienes tú a cagarme la mía.         
      - Pero de qué hablas no te entiendo, mi padre luchó por mi pueblo y para todo el pueblo y yo ahora lo hago a mi manera. Deja de hablar tonterías deja que te acompañe a un hospital.


Los ojos de la muchacha se encendieron como si por dentro alguien la estuviera controlando, dio unos pasos hacia atrás y se le fue encima, la tiró contra el piso jalándola de los cabellos.  

   - ¡Me quieres matar como lo hizo tu padre, pero te cagaste, yo conozco a todos y tú eres una farsa, tu carita de niña buena no me la trago!



La arrastró unos cuantos metros más cerca a la acequia, con una patada el cabeza calmó las súplicas de Delizia. Cogió una piedra y se la estrello en la cabeza, el golpe fue seco, los colores divertidos y brillantes que la solían envolver se habían enrojecido, su rostro ya no estaba feliz, estaba sorprendido. Delizia suplicó hasta el último instante, quién sabe, hasta pudo haber disfrutado de aquel instante frío, o tal vez pudo pensar en arrepentirse de no seguir las advertencias. Pero como para ella no había un más allá se quedo solamente allí.

Una Delizia por fuera

No existe nadie más en este mundo que logre entusiasmarse y emocionarse con cada aspecto de la vida que Delizia, ella vive cada momento como si no existiera uno más allá del tiempo. Ella es tierna y dulce, puede describir cada mirada, cada suspiro y hasta cada mentira, no le teme casi a nada, no le teme a decirle que sí a quien sea que necesite su ayuda. Desde un anciano en plena calle, un perro atorado en algún hoyo, hasta un bombero en pleno fuego; ella no discriminaba, lo mejor de todo es que su dulzura lograba cambiar el entorno que lo rodeaba, podíamos decir que era casi como una plaga, pero de las buenas.


Los días pintados de colores la llevan por el sendero de la fantasía y el frenesí, sin embargo, ello no le permitía reconocer el peligro y siempre fue advertida. Pero cada vez que recibía advertencias ella prefería cambiar el tema como si dentro de sí ya conociera el riesgo que vivía. Un día le dijeron “no vayas por ahí soñando despierta”, a lo que ella respondió “qué lindo que está el día cierto”. Había un temor oculto que no quería compartir porque si no perdería su sello y dejaría de ser la más dulce de todas. Que no importa lo que me digan podría pensar ella, sin embargo, las advertencias estaban dadas y solo ella esperaba que todo se mantuviera como hasta el momento: lleno de colores y fantasía.


Sus cortos 25 años le habían enseñado lo que es la vida dentro de su burbuja cada vez se tornaba más susceptible, la gente cada vez le pedía más ayuda: ella no paraba de decir que sí. Su burbuja parece que cada vez iba más rápido de un lado a otro sin detenerse pero ella sin despeinarse, siempre con la misma sonrisa, la misma ternura y el mismo encanto de su dulzura.




Uno de esos días en que el cielo está despejado y el sol brilla con encanto se escurrió por debajo de la puerta de Delizia un pequeño papel doblado. Ella se acercó y lo desdobló. Tras pasar sus ojos líneas tras líneas sus pupilas se iban abriendo un poquito más, sus manos sujetaban con mucha más fuerza, pero sin perder la ternura, dicho papel. Cuando terminó de leerlo ella solo atinó a mirar con mirada desencajada hacía el vacío. Era una carta de amor firmada por un tal “Harry el loco”. No había otro apelativo mejor para un tipo como él, y ella lo sabía.



Él es uno de esos tipos que se vuelven loco al segundo y casi por impulso, ella lo atendió cuando se quiso enfrentar a un perro a mordidas limpias. Ella le tapo las heridas hasta que alguien se apiade a llegar por él, al parecer anda solo por la vida. No había pasado mucho tiempo, solo casi 2 semanas. Delizia sabía que ahora sí estaba en un gran problema, el sujeto estaba loco, y ahora: loco de amor.



Ser tan amable y condescendiente le estaba empezando a jugar una mala pasada a Delizia, el problema es que en dicha carta ya se tenía pactada una cita entre ella y Harry. Ella lo pensó y decidió ir a enfrentar la situación, al menos el punto de encuentro era la catedral de la ciudad.




Delizia llegó, tomo asiento en una de las bancas vacías, cuando de repente alguien apareció por detrás de su nuca, como si la olieran, era él. Su olor era putrefacto, sus manos ennegrecidas, y su cabello lindaba con lo vulgar. Se sentó a su lado, puso ambas manos sobre las ricas piernas de Delizia, las trajo hacia sus genitales, cuando re repente se escuchó un sonido seco y muy fuerte. Delizia bañada en sangre salió corriendo de la catedral con rumbo desconocido.ççç

martes, 16 de julio de 2013

Solo por un instante

Una vez soñé que las cosas flotaban a mí alrededor, las mesas, las sillas, los autos, los muebles, los perros, hasta las pequeñas hormigas, absolutamente todo se combinada con el viento meno yo, me di cuenta de que yo estaba anclado en el piso. El resto de la gente también estaba presionada contra el piso. En alguna parte de ese sueño estaba yo caminando por una calle muy tranquila, siempre a prisa como suelo ir yo por una calle. Las cosas seguían flotando, era raro.


Caminaba más y más, la calle era hermosísima, lo malo era que me tropezaba con la gente presionada contra el piso. Muchos me miraban con furia porque yo los empujaba pero nada podía hacer, al parecer era un buen día en el cielo pero no en la tierra.


A los 15 minutos llegué a un edificio de vidrios amplios y de torres más o menos altas, subí unos cuantos peldaños como si escalara una montaña, en la entrada había un tipo vestido de marrón que me miró con rabia, aunque al segundo me dijo: buenas tardes, y yo solo respondí con la cabeza, era raro.


Cuando estuve adentro del edificio todo estaba igual que afuera: las sillas, las mesas, las computadoras, los libros, y la esperanza y algo de temor se sentían flotando en el aire. Cada vez me encontraba con más peldaños, más cosas flotantes, lo malo de las cosas flotantes es que no tenían ningún sentido que estuvieran en ese estado, era raro.


De repente, mientras más ascendía  y más esfuerzo hacía por llegar al final, el temor y la angustia se sumaban al aire esperanzador. Por fin el quinto piso. Un número con curvas muy bien dibujadas, con una barriguita que la hace llamativa  tentadora con una rectitud que la muestra implacable y direccional. Esto tenía sentido y ya no era tan raro.


Cuando llegué a una sala muy grande e iluminada gracias a los vidrios del edificio decidí tomar las acciones por mi cuenta, cogí una silla y una mesa del aire, las aprisioné y me apoyé en ellas, como quien suele sentarse. Miraba mi reloj, se hacía un poco más tarde, la angustia y el temor asechaban mientras la esperanza se iba con las agujas de minutero. Pensé que sería mi día de suerte. Me estaba poniendo raro.


Cogí el celular para ver si la hora era distinta a la de mi reloj, pero no, todo estaba plenamente calculado. De repente la pantalla del celular se encendió -por suerte mi celular no flotaba-.


Vi un mensaje que decía: lo siento, no podremos ir. Entonces mi temor y mi angustia se convirtieron en furia y cólera. La suerte nunca estará pendiente de mi pensé. Una luz más en mi celular me trajo la esperanza que necesitaba: no podremos ir, pero ella sí lo hará. Cuando leí eso la furia transformo mi corazón en un bombo de barra brava, estaba que palpitaba y retumbaba todo mi ser. Algunas personas me empezaron a ver raro.


Decidido a esperar, no sé si por mi emoción o por obligación no podía moverme y me quedé presionado en el asiento, hasta que ella apareció  por la puerta grande, por donde más refleja la luz el día, por donde las cosas flotan a un ritmo incandescente. Había algo raro, ella sí flotaba.


Me sentí casi avergonzado de no poder flotar con ella al mismo tiempo; entonces entendí que no estábamos dentro de la misma categoría. No me importaba, porque cada vez que daba un paso hacia delante ella flotaba a mi lado, era increíble. Mi cerebro dejó de pensar, solo podía concentrarme en la belleza de su musical vuelo a su alrededor. Ella ahora me miraba raro.


Yo caminaba y ella volaba a mi lado, fuimos de un lado a otro, como juntos pero separados. Terminamos en una gran sala, cogí un par de sillas y una mesa, nos sentamos, y como siempre, empecé con mis historias. Ella miraba, como aburrida, yo entusiasmado hasta el alma.


Entre sonrisas me miraba, tal vez, solo se burlaba de mí. No había más alternativa. Pensé que sería mi momento, hasta que me pidió que nos fuéramos. Estaba rara, y en realidad yo me sentí raro. Comencé a ser más incisivo con ella, cada vez me ponía más estúpido y decía cosas menos importantes, hasta me puse a inventar teorías sobre su nombre. Mi corazón ya no latía ahora seguía el ritmo de mis palabras.


Cuando tocamos la calle hasta le salvé la vida, fue era increíble, y con eso pensé que ella me ayudaría a flotar a su lado, pero no. Yo continué como siempre. Llegamos al final y ella se despidió, solo me quedó verla irse flotando así como llegó. Nunca perdió la luz que tenía sobre ella. No era rara, era increíble.


Tomé el primer auto que se me cruzó, imaginé todo lo bueno que hice bien, aunque más eran las que salieron peor. Baje del auto, caminé unos cuantos pasos y ya todo estaba en su lugar, ya nada flotaba, los autos estaban en su sitio, las mesas bien puestas, las sillas bien sujetas y las hormigas escondidas en la tierra. Todo estaba normal y nada había sido un sueño. Ella había logrado hacer que todo sea mágico, si quiera por uno momento, el sueño de tenerla solo para mí se había cumplido, lo que no cumplí fue entrar en su ritmo.


Yo me sentía aún raro, pero ella seguía siendo increíble.



sábado, 5 de enero de 2013

La manzana de Eva

El día ya se hacía noche, la luz de la calle ya no era natural, las pistas estaban frías y lúgubres. Pero era mi mejor momento del día, aunque para la abuela Martina debería ser el peor de todos. Yo le hacía creer lo mismo para que me diera la oportunidad de vivir ese momento. Éramos solo Godard y yo. Godard era mi perro, un gran perro negro con músculos hasta en las uñas, con ladridos que invitan a la sumisión y con la postura de un leopardo a punto de atacar a un débil cervatillo. Aunque luchaba con él para mantenerlo quieto, era un momento de libertad, estábamos la noche, el viento, mi perro, mis pensamiento y mis sentimientos. Esas caminatas me ayudaban a pensar en todo mi día y en mis escasos 15 años de vida y de lo cruel que había sido conmigo la vida en esos últimos 15 años. Me gustaba pensar en los amigos de la escuela, en las peleas de la escuela, en las peleas del barrio, en las peleas con Martina, mi cabeza se llenaba de pensamientos, dudas y respuestas. Pero el pensamiento más colorido y rico era el de ella, no había nadie más, mi perro podría estar devorándose a un niño si quisiera, pero la muchachita aquella me traía embobado. Su nombre era tan corto como los instantes que podía gozar de su presencia, tan corto como mis posibilidades, ella llenaba mis ojos y los vaciaba cuando se iba: Eva, así de simple. Ni si quiera sabía en dónde carajo vivía, me molestaba no saber mucho de ella, me jodía pensar que otro muchacho estaba en su vida, me entusiasmaba creer que la suerte algún día se cruzaría en mi camino y en el de ella.

Eva tenía el cabello lacio, los ojos un poco grandes y negros pero de esos sensuales, sus labios eran carnosos que parecían contener un sabor excitante, y sus piernas eran dos robles tallados por los mejores ebanistas de la historia. Ella lo era todo. Pero era un todo sin nada, porque  era imposible conocerla, ella apenas tenía 14 - aunque no lo pareciera-. Mi maldita escuela era solo para hombres y la de ella para mujeres. Solo la veía los domingos en que yo fingía ir a la iglesia solo para verla en la primera fila rezándole a quien sabe quien.

Una de aquellas noches en la que Martina pensaba que me daba el castigo merecido por haber roto un florero de la tía Pancha con un balón de fútbol, me envió a la calle. Mi cita con Godard, la calle y la noche estaba ya pactada por mi abuela. Él estaba más feliz que nunca pero siempre sin perder su postura dominante. Esa noche la naturaleza me sorprendió, había una neblina tenue, pero mientras más avanzaba más espesa se hacía, apenas podía ver la cadena entre mis manos, el trasero de Godard y el sonido de sus garras rastrillar el piso. La neblina me había hecho perder la orientación, ya no sabía si estaba lejos o cerca de casa, intente avanzar lentamente paso a paso, era como estar buceando en un mar de leche. Godard iba como guiándome, pero de repente mis piernas chocaron con su trasero que parecía un mármol, no sabía por qué se había detenido; me agaché para observarlo y vi que tenía las orejas hacía arriba, el pecho hacía delante, las pupilas dilatadas mientras  olfateaba el viento. Era mi peor posición en esos momentos. De la nada dio un brinco hacia delante, luego otro más y otro más cada vez más rápido. Me cogió mal posicionado. Empezó a correr como si tuviera unas cuentas pendientes que solucionar. La cadena se estiró más de lo normal y cuando ya no se pudo más mi cuerpo venía detrás de él. Ahí estaba yo, siendo arrastrado por mi perro. ¡Carajo! ¡Godard! ¡Para! No podía más, ni un ¡PUTA MADRE! Lo detuvo. Solté la cadena. Y casi como impulsado por la tierra intenté correr detrás de él. Pero lo perdí entre ese mar de leche. Era un hijo de perra pero no podía dejarlo ir. Cuando el sonido de su cadena dejó de guiarme frené extenuado y con las manos sosteniendo mi cuerpo sobre mis rodillas. Trataba de tomar un poco de aire solo para empezar una vez más con mis ladridos: ¡Godard! ¡Ven acá!, ¡Godard!. Nada.

Empecé a trotar sin algo de esperanza, la neblina ya se iba diluyendo, pero la oscuridad seguía imponente como ella solo sabe estarlo. De repente, oí unos ladridos y una cadena que azotaba el suelo. Tenía que ser él. Pero no sabía hacia dónde correr, entonces decidí concentrarme así como cuando pasaba minutos pensando en Eva. No sabía si el ladrido venía  de la derecha, la izquierda o del infierno.  Luego un grito agudo me ayudó a decidirme: ¡auxilio! Era para la derecha. Mientras corría pude sentir a Godard, su cadena, y el grito de una niña. El ambiente estaba más claro, pero no pude reconocer el lugar en donde me encontraba. Luego un ¡auxilio por favor! Hizo girar mi mirada. Era la peor imagen que pudo haber pasado por mi mente, la peor coincidencia de mi vida: Godard gruñendo y ladrando a un niña, pero no era cualquier niña, era Eva. La tenía justo ahí, arrinconada con los ojos llorosos, su cabello lacio tirado hacia atrás, los labios temblorosos, y el cuerpo contraído, en una mano traía un pequeño cachorro, en la otra una manzana a medio comer. Él había hecho lo que yo no pude: someterla y arrinconarla. ¡Carajo! Mi propio perro me ha traicionado.

Salté, cogí la cadena y empecé a jalonear. Ella gritaba, él no dejaba de ladrar, entonces ella pareció darse cuenta que Gordad no iba por ella, tampoco por el cachorro, sino por la manzana. Yo había olvidado que de cachorro pasé muchos meses dándole mis manzanas –yo las detestaba-. ¡Lánzalo¡ le grite. Eva me entendió, y carajo sí que lo hizo. Solté la cadena y él fue detrás de ella. Me acerqué a Eva, estaba solloza. Tenía el rostro pálido, pero aún así seguía manteniendo su belleza única. Le pedí perdón. No las quiso recibir. Me acerqué un poco más, ella se agitaba como si hubiera esquivado la muerte. Me atreví a coger la mano que ya tenía libre. ¿Eva verdad? –pregunté-. Tú quién eres. No importa –respondí con algo de ternura-, ¿estás mejor? –repliqué-. Sí, sí – dijo algo angustiada-. Cuando Godard apareció detrás de mí un grito la hizo saltar hacía mi. Me estaba abrazando por la puta madre, ¡lo estaba haciendo! Ella intentaba esconderse entre mi pecho. Yo mire a Gordard y cuando iba a ponerme a defenderla de un supuesto gran ataque me di cuenta que él venía con una pasividad que poco le conocía. Entonces recordé que de cachorro le daba miles de manzanas hasta que se acostumbro a comerlas y luego dormir. Godard estaba satisfecho y lo único que quería era eso: dormir. Le expliqué todo a Eva, pero eso me costo que dejase de abrazarme. Qué idiota fui.

A los minutos ella estaba tranquila y brillante como siempre. Le pregunté si sabía en dónde estábamos. Me dijo que sí y me explicó cómo llegar a casa. Pero era mi oportunidad, así que me ofrecí a acompañarla a la suya. Mientras caminábamos la llene de halagos indirectos, ella solo atinaba a lanzar pequeñas risas y a esquivar mi mirada. Godard iba a mi izquierda y ella a mi derecha y a su derecha Droopy, su pequeño cachorro. No sabía que ella vivía en unas calles escondidas cerca a mi barrio. Cuando llegamos nos despedimos en su puerta y acordamos en salir a caminar con nuestras mascotas cada lunes, jueves y domingos luego de misa. Me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla. Fueron los segundos más excitantes de mis cortos 15 años, su humor eran transmisores de dulzura y de encanto. Nunca olvidaré ese olor, ni ese beso. Habrían otras pero nunca como la primera. Cuando llegué a casa Godard estaba muy cansado. Lo deje en su cama y me fui a la mía. Sentado en mi cama me prometí algo que nunca olvidaré: pedir manzanas a mi madre del mercado. Pero lo más importante: romper más floreros, patear el balón de fútbol por toda la casa y ser un jovenzuelo de mierda cada lunes y jueves pero sin dejar de ir a misa los domingos.    

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